miércoles, 30 de julio de 2008

Cerezas

Como si de una competición silenciosa se tratase, dos gotas de sudor descendían por su vientre desnudo. Su mirada estaba perdida, contemplando un mundo inexistente más allá del techo. Él estaba a su lado, tumbado con ella, comiendo una cereza mientras le acariciaba el pelo.

- Es tarde - dijo, mirándola-.

Ella no reaccionó, como si sus pensamientos la hubiesen teletransportado a un plano diferente. Él observaba sus labios con avidez, humedeciendo los suyos de manera inconsciente: labios de los que, minutos antes, no se había podido despegar; labios que, a partir de entonces, ya no le pertenecerían nunca más.

- Debo irme - insistió-. Es lo mejor.

Inclinó la cabeza sin perder de vista sus párpados, intentando detectar el menor movimiento de sus largas y oscuras pestañas. Le sorprendía que ni siquiera parpadease; sus ojos permanecían secos y ausentes, enmarcados por una falta de expresión que le resultaba turbadora. Se levantó, con movimientos pausados y respetuosos, vistiéndose sin romper el lazo que lo ataba a aquella visión.

Cerró la puerta suavemente al salir. La cereza que había dejado sobre aquel abandonado ombligo seguía brillando como una metáfora de beso de despedida.

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